Lalo Cura
Lo bueno nunca muere de repente pero entra en decadencia poco a poco. Lo bueno si
muere se aferra al corazón como una larva y cría huevos de fantasías mitificadas.
Todos adoraban su juventud rindiéndole pleitesía tras la coraza y cárcel de sus
chaquetas de lana, y quien no lo hiciera sería crucificado, tachado de loco o insensato,
atravesado por miradas como de viejos que contemplan a un blasfemo escupiendo a
los pies de la Virgen. Al mirar hacia atrás, en un espejo deformado, ninguno recordó
que la locura de los primeros años no se disipa, sino que se homogeniza aunque
intensifica disfrazada bajo una capa de aceptación social de trastorno mental
modernizado. Los cristales desde los que huesos a punto de quebrar se percibían como
desbordadas gordas de dimensiones desmesuradas se han convertido en un espejo de
nuevas madres anoréxicas. Las grandes promesas de la infancia, listos como ningún
otro y a la vez tan vulgares como cualquiera que aun no se haya visto a las puertas del
círculo de fuego que quema sin que se note y por el que uno ha de pasar, a no ser que
sea un loco o un genio. Existe la creencia general de que la adolescencia, esa palabra
que suena a granos con pus y que recuerda el aspecto menos agraciado que uno jamás
tendrá en su vida entera, se olvida al cabo de unos años, como si muriese de repente,
en brazos de una etapa mucho más bella. Los más estúpidos de hoy eran los niños
prodigio del ayer, y los menos locos, los más púberes y más desquiciados. Cuando uno
crece, y se convierte en una máquina con problemas en el dedo gordo por utilizar
demasiado el teléfono móvil, o cuando uno crece, y deja que le lleve la corriente, o se
arriesga a ser destrozado por ella. Cuando el síndrome de Peter Pan no es el verdadero
problema.
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