Imaginemos a un hombre

Imaginemos a un hombre que ha dejado atrás a sus viejos amigos, un hombre que ha traicionado a su pareja (o que tal vez ha sido traicionado por ella) y cuya familia (que se reduce al núcleo más cercano) ha muerto hace ya varios años. Imaginemos, en definitiva, un hombre solo, abandonado por todos y alejado de todo aquello que alguna vez amó o podrá amar. Pensemos en un hombre que, en la cumbre de su madurez y en la antesala del descenso a la vejez, se encuentra por completo despojado de aspiraciones y sueños. Antaño su corazón era un cazador voraz, proclive a delirios de todo tipo, pero el tiempo le ha transformado en un animal desprovisto de instintos, una presa indolente y, sin embargo, en cierto sentido es más libre de lo que nunca fue cuando amaba, pues jamás volverá a sentirse limitado por obstáculos como el miedo y la inseguridad. Tampoco tropezará nunca más con el dolor, porque la inexistencia de vínculos con el exterior imposibilita toda dialéctica entre el deseo y el fracaso. El mundo de nuestro hombre se reduce a una diáfana habitación blanca donde solo entra la luz. Aunque no nos olvidaremos de él en las próximas páginas, nunca podremos ver su rostro, pues nuestro hombre siempre se sitúa a contraluz, sentado en el lateral de la cama frente a un gran ventanal que invariablemente permanecerá cerrado. A lo largo de nuestra historia, nosotros siempre observaremos su silueta de espaldas.

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