Y apartas con gran esfuerzo los pliegues, baile de brazos y giros de muñecas, destapando como mantas el camino hacia la luz blanca que todo lo invade, una salida de útero silenciosa y solitaria, una primera pisada en un suelo marmóreo y frío contra la carne desnuda, en el que no hay nadie, en todo caso cobras sinuosas, reptando de loseta en baldosa con sus colas de cascabel. Si vas a tirar los dados, tienes que jugar hasta el final, aunque sea sucio y doloroso. Sanguijuelas de mil dientes libando de tu cuerpo desnudo, y yo uniendo mi boca a las suyas, recitando un mantra absurdo, producto de lengua quebrada y mente rota. Cuántos pensamientos no conservamos a causa de plasmarlos en palabras sin sentido, alimento de alimañas, bebida de murciélagos impidiendo la entrada a tu extraño organismo.
La canción del oeste
Jinete sin cabeza, jinete como un niño buscando entre rastrojos llaves recién cortadas, víboras seductoras, desastres suntuosos, navíos para tierra lentamente de carne, de carne hasta morir igual que muere un hombre. A lo lejos una hoguera transforma en ceniza recuerdos, noches como una sola estrella, sangre extraviada por las venas un día, furia color de amor, amor color de olvido, aptos ya solamente para triste buhardilla. Lejos canta el oeste, aquel oeste que las manos antaño creyeron apresar como el aire a la luna; mas la luna es madera, las manos se liquidan gota a gota idénticas a lágrimas Olvidemos pues todo, incluso al mismo oeste; olvidemos que un día las miradas de ahora lucirán a la noche, como tantos amantes, sobre el lejano oeste, sobre amor más lejano. Luis Cernuda (España-1902) De “Un río, un amor”
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