Los fantasmas de la infancia se vuelven transparentes con los años, hasta casi desaparecer. O eso pensamos. En realidad se han ido deformando, poco a poco, renunciando a su consistencia, abrazando la incorporeidad. Extienden sus extremos y ensanchan sus fauces. Nos abrazan, nos envuelven con su translúcido cuerpo, tan invisible ya que no comprendemos cómo nuestros ojos observan tras ellos todo lo que nos ocurre en la vida, cómo tras sus manos se esconden aquellas nuestras con las que elegimos, cómo sobre nuestras emociones siempre hay una capa, fina, apenas perceptible y casi ya olvidada, que nos envuelve y que arrastramos, a veces liviana, otras convertidas en una carga insoportable.

A veces uno siente la necesidad de posar sus ojos sobre letras que formen un salmo tranquilizador, una guirnalda tipográfica que pacifique nuestros sentimientos, acune nuestros sentidos, duerma nuestra alma. Asi que uno abre la Biblia hispana –no soy yo la primera que lo ha dicho- y busca en Oliveira, Talita, Traveler... la Maga, busca en ello un punto de comunión con el ser humano, con sus incongruencias universales, con su belleza sustancial.

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